Migrantes, lactantes, madres: la inercia de la violencia contra los cuerpos agotados

A diario, miles de mujeres migrantes (y sus cuerpos, en especial) corren un alto riesgo de sufrir violencia, sobre todo si se encuentran en situación de desprotección y vulnerabilidad. Secuestros, violaciones, extorsiones o robos… el cuerpo feminizado está en el punto de mira de todas las violencias.

MSF
12/01/2023

Por Laura Panqueva Otálora, directora de comunicación de MSF en México y Centroamérica:  

Sin ninguna certeza del futuro, con sus criaturas en brazos o cerca de ellas, las mujeres forzadas a salir de sus países por las malas condiciones de vida y las agresiones ejercidas en su contra se sienten cansadas, desorientadas y doloridas. En la Terminal Central de autobuses del norte de la Ciudad de México, se aglutinan madres, hermanas, abuelas, hijas y menores, todos los días. Llegan maltratadas, expulsadas de Estados Unidos, o del sur, con sus pies destrozados y sus pocas pertenencias, después de haber pasado días oscuros entre la selva y el cemento, esquivando el hambre, la detención, la violación y la muerte.

En los últimos años las restrictivas políticas y prácticas de los gobiernos de Estados Unidos y de México obligan a las mujeres que buscan protección internacional a esperar, con frecuencia, expuestas a la precariedad y los peligros en México. Dos testimonios de jóvenes mujeres relatan cómo sus cuerpos se hunden en las aceras a la espera de un turno o un boleto de autobús que les permita seguir soñando con una cama, un destino y una vida.

Quieren vivir como cualquier persona, dignamente.  
 

“En la terminal de autobuses, un hombre intentó robarme a mi niña”

Con siete meses de embarazo, Brenda* espera en el piso sobre un cartón a que avance la larga fila de casi dos cuadras. Ella, como miles, necesita que la atiendan, con su pareja y su hija de un año, en la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (COMAR). Desde 2016, las mujeres han supuesto cerca del 40% de las personas solicitantes de asilo ante esta entidad, según el Instituto para las Mujeres en la Migración (Imumi). Brenda lleva dos meses y medio planeando llegar a Estados Unidos, pero en la terminal no le venden un billete de autobús si no muestra algún documento que autorice su tránsito por el país.   

Avancen, avancen, grita una ola de voces desgastada en sus ojos y movimientos. A Brenda le cuesta ponerse de pie y con cierto esfuerzo lo consigue sin soltar a Alba, una pequeña de ojos inflamados. Ella se asusta al ver que su madre le retira el pecho de forma imprevista, mientras busca el equilibrio y una tela para cubrirse el pezón. No hay espacio ni tranquilidad ni si quiera para lactar. La rudeza en la que les ha tocado sobrevivir se refleja en sus miradas y en una tos constante que alarma. Alba ya camina, pero quiere que su mamá la alce. Está cansada y tiene hambre. Su cuerpo, como el de su madre, ha sufrido. 

“Lo que más me preocupa es no saber cómo está mi bebé”, confiesa con voz nerviosa esta joven de 23 años. “Llevamos meses atravesando países y todo ha sido muy difícil. En cada lugar, desde Ecuador hasta México, hemos tenido que sacar salvoconductos y para eso nos ha tocado dormir en la calle, aguantar el sol y el frío. Estoy cansada y, aún con todo, agradecida de que sigamos con vida, porque en la selva, entre Colombia y Panamá, hasta muertos tuvimos que ver. Allí, perdí a mi hija durante dos días y no sabía si la iba a encontrar. Lloraba. No sabía nada de ella. Es río, lodo, montaña, piedra, es todo. Nos tocaba dormir en la orilla y a las seis levantarnos para cruzar la corriente. La niña, me contaban, solo comía una galleta durante todo el día. Al salir yo no daba un paso más, pero seguía buscándola. Cuando la vi, casi me desmayo. Perdí todas las uñas de los pies y tengo heridas que ya van cicatrizando. Yo sentía que no íbamos a salir nunca. Nos dolía todo”.  

Los días siguiente Brenda soñó con culebras y animales. Soñó que el río se le venía encima… 

Brenda nació en Venezuela. Cuando salió de la secundaria ya no encontró posibilidades para estudiar y decidió ir a Perú a buscarse la vida. Trabajó de mesera y con lo que ganaba pudo ahorrar para enviarle a su familia algo de dinero. Cuatro años después ya vivía con Julio y tenía una niña. La situación se puso difícil y, como miles de personas en Latinoamérica, se vieron obligados a buscar otro camino.  

“Nos ha tocado correr mucho. Escondernos para que no nos lleve migración. En la terminal intentaron robarme a mi hija. Yo estaba dándole pecho durante la noche en el piso y cuando dejé de sentir su boca, me desperté con un hombre encima de la bebé. Ahí reaccionamos y el hombre se fue corriendo. Estoy traumatizada”.  

En México, las mujeres experimentan violencia agravando los traumas anteriores que las obligaron a escapar de sus países. “En 2015 las Naciones Unidas reveló que aproximadamente 60% de las mujeres entrevistadas solicitantes de asilo de Honduras, Guatemala y El Salvador estaban escapando de la violencia de género, que incluye cualquier forma de violencia sexual, física, mental y económica dirigida a una persona debido a su género. Un informe de 2021 de Kids in Need of Defense (KIND) reveló que la violencia contra las mujeres en Centroamérica aumentó drásticamente durante la pandemia de COVID-19 ante el confinamiento que las obligó a permanecer encerradas con sus agresores y el control de las comunidades por parte de las pandillas”, resalta un informe reciente del Instituto para las Mujeres en la Migración (Imumi). 

 “Qué irá a pasar mañana. No sabemos que nos vaya a tocar” 
A Lilia*, otra madre que se ha visto obligada a dormir en un rincón de una de las salas de la terminal, llamada informalmente la cueva, la levantan a limpiar todos los días a la una de la mañana. Sus dos hijas, de 6 y 7 años, se acurrucan por la noche a su lado, con un cartón y una cobija para las tres. Es medio día, y las niñas se mueven desesperadas por el espacio. Hace unas horas su madre pudo cubrir su almuerzo después de aceptar que un taxista las llevara a comer.

“Claro que me da miedo, pero qué hacía si ellas ya me estaban pidiendo comida. El señor me dijo que no me preocupara que solo quería ayudarme y yo estoy peleada con mi pareja”, cuenta sentada encima de la única maleta que les queda. Después de tantos intentos por llegar al norte de México, les han robado la mayoría de sus cosas. Incluso las han encarcelado. Hemos sufrido maltrato y discriminación por parte de las autoridades. Son los mismos que nos roban y empujan. Una vez, como no quisimos bajarnos del autobús, nos amenazaron con quitarnos a nuestras hijas”. Cuando la más pequeña ve que su madre habla de esto, agarra una bolsa de tela y entre sus palabras cuenta que ahí están sus juguetes guardados.  

“No sé cómo han hecho ellas, pero han sido muy fuertes. Una noche nos dejaron en un pueblo y no sabíamos para dónde ir. Debajo de un árbol nos sentamos y allí apareció una señora que nos llevó a dormir a su casa y nos compartió de su comida. No sé qué hacer. Llevamos durmiendo en esta terminal más de 20 días. A Venezuela no puedo regresar. Le prometí a mis otros hijos que les iba a mandar dinero para que estuvieran mejor. No hemos encontrado un albergue donde nos sintamos seguras. Me duelen los huesos. Estoy cansada y no sé qué hacer”, se desploma entre sus manos.   

Igual que Brenda, Lilia padeció, con sus niñas, la violencia del Darién. “Estábamos llenas de lodo y olía muy mal. Olía a muerto”, recuerda. “Caca, caca”, dice su hija que entiende lo que está contando su madre. “Y es que cómo vamos a volver después de haber pasado por todo eso”, se cuestiona la mujer tapándose la cara.  

Estos últimos días han llegado varios autobuses de familias expulsadas desde Matamoros, en el norte del país, a la terminal, en su mayoría mujeres con sus hijos e hijas. “Llegan muy desorientadas porque el proceso de expulsión desde Estados Unidos es abrupto. Cuando cruzan, las agarran y las devuelven sin explicarles nada. Hay antecedentes de familias que fueron separadas y vienen con ese choque. Entonces llegan con necesidades de atención en salud mental y de conocimiento de sus posibilidades. Nosotras les explicamos qué pueden hacer. Intentamos dar una percepción de horizonte. Ellas expresan mucho miedo, porque durante su estancia en México han pasado por situaciones de violencia como secuestros, violaciones, extorsiones o robos. Sin embargo, son muy valientes, porque al haber cruzado la selva con sus criaturas en sus brazos, probablemente enfrentaron otras situaciones de sufrimiento. Entonces ellas ya vienen en condición de supervivientes. Independiente que hayan sufrido violencia sexual, ya haber salido de la selva es un acto de supervivencia”, expresa Jochi, una de nuestras promotoras de salud que lleva más de un mes atendiendo esta emergencia humanitaria en la capital.  

El cuerpo feminizado está en la mira de todas las violencias y cuando necesita atención enfrenta barreras para tener acceso a servicios básicos de salud, incluida la salud reproductiva. “La Ley de Migración mexicana garantiza el acceso a servicios de salud, independientemente del estatus migratorio. A pesar de ello, las mujeres embarazadas expulsadas a México desde Estados Unidos bajo el Título 42 son rechazadas en los hospitales locales y les niegan la atención médica”, constata Imumi.  

Entre enero y septiembre los equipos de Médicos Sin Fronteras atendieron 17.491 mujeres migrantes y refugiadas en México, Honduras y Guatemala. Realizaron 2.542 consultas en salud sexual y reproductiva y 2.942 en salud mental. Detectaron 51 casos de violencia sexual, siendo marzo el mes con más casos.  

A estas mujeres se les diagnostica, principalmente, infecciones en el tracto respiratorio, deshidratación, afectaciones en su piel y sus músculos. En materia de salud mental, los equipos identifican trastornos de ansiedad, depresión, reacción aguda al estrés, trastorno de estrés postraumático y duelo.  

El deterioro de sus cuerpos conlleva consecuencias profundas que afectan los tejidos de la humanidad entera.  

*Los nombres fueron cambiados para proteger la identidad de las personas.